LA VOZ DE GOICOECHEA (Por Nabil Mouafakk, Fundador del Movimiento Goicoechea Resucita).- En el abanico de adicciones humanas, hay una que no suele detectarse con facilidad ni generar compasión en su diagnóstico: la adicción al poder. A diferencia de otras dependencias, esta tiene un carácter elitista: no todos pueden padecerla, porque no todos tienen acceso al poder. Sin embargo, quienes caen en sus redes muchas veces terminan atrapados en una espiral de autoengaño, deshumanización y decisiones erráticas.
La palabra "hubris", tomada del griego, encierra el concepto de desmesura, de orgullo excesivo que, en la mitología clásica, solía tener consecuencias trágicas. El síndrome de hubris, si bien no es reconocido como una enfermedad mental propiamente dicha, ha sido objeto de estudio desde disciplinas como la psicología política y la neurociencia social. Se describe como un trastorno adquirido, alimentado por el poder y el éxito, que exacerba rasgos narcisistas preexistentes y genera una visión distorsionada de la realidad, en la que el líder se cree infalible, irremplazable, incluso mesiánico.
Estos individuos suelen despreciar la crítica, rodearse de aduladores, mostrarse insensibles al sufrimiento ajeno y obsesionarse con su imagen pública. Pero lo más alarmante no es su conducta en apariencia altiva, sino la desconexión profunda con la realidad que llega a nublar sus decisiones. A mayor concentración de poder, mayor es la posibilidad de caer en este delirio de grandeza, y peor aún, más difícil resulta escapar de él.
No es extraño que quienes sufren este trastorno se embarquen en escaladas de poder sucesivas. El liderazgo comunal les queda pequeño, el cantonal apenas les sacia, el nacional se convierte en una plataforma insuficiente y entonces apuntan a escenarios regionales, continentales, o incluso universales. Hay quienes han querido liderar al mundo no solo desde la política, sino desde las esferas religiosas, filosóficas o culturales, sin detenerse nunca a preguntarse si realmente poseen la preparación, el equilibrio emocional o la humildad necesaria para ello.
Como toda adicción, la del poder estimula el circuito de recompensa cerebral. El problema es que el costo de saciarla no solo lo paga quien la padece, sino toda la sociedad. Las consecuencias son tan comunes como devastadoras: abuso, corrupción, manipulación, aislamiento, y muchas veces, el derrumbe personal y profesional.
Por eso, en sistemas democráticos, es vital que existan límites, contrapesos, fiscalización y, sobre todo, una cultura de rendición de cuentas. Pero también hay una dimensión individual que no debe descuidarse: el cultivo de la autoconciencia, la capacidad de aceptar la crítica, y el desarrollo de una auténtica vocación de servicio en lugar de una compulsión por figurar o mandar.
Si bien ya no vivimos en la Grecia clásica, donde el castigo divino parecía equilibrar los excesos humanos, hoy más que nunca necesitamos líderes capaces de gobernarse a sí mismos antes de intentar gobernar a otros. Porque el verdadero poder no es dominar a los demás, sino dominar la adicción al poder mismo.
Y si alguien se siente aludido al leer estas líneas, será solo casualidad. O quizás, el primer síntoma de que necesita una pausa frente al espejo.
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