LA VOZ DE GOICOECHEA (Por Nabil Mouaffak, columnista).- Costa Rica se vendió durante décadas como un país de paz y estabilidad. Sin embargo, lo que hoy vivimos en nuestras calles —homicidios récord, barrios sitiados por el narco y ciudadanos con miedo— no es casualidad: es el resultado de una suma de descuidos históricos que fueron minando poco a poco nuestra seguridad.
Uno de
los pilares de este deterioro es la debilidad policial. Por años se mantuvo un
cuerpo policial con recursos mínimos, salarios bajos y una formación
insuficiente frente al nivel de sofisticación del crimen organizado. Mientras
el narcotráfico se profesionalizó, el país seguía con policías mal equipados,
más cerca de ser testigos que de ser garantes de orden.
A esto se
suma el eterno talón de Aquiles: nuestras fronteras. La ausencia de ejército,
símbolo de orgullo nacional, también dejó un flanco abierto. Con puestos
fronterizos escasos, mal financiados y poco tecnificados, las drogas, armas y
grupos criminales encontraron en Costa Rica un corredor cómodo para operar sin
mayores obstáculos.
Pero la
inseguridad no se alimenta solo de armas y drogas, también de desigualdad y
falta de oportunidades. Por décadas, los gobiernos apostaron a un modelo
económico que prometía riqueza, pero que en la práctica dejó a miles de jóvenes
fuera del sistema educativo y laboral. Uno de los momentos más simbólicos fue
cuando, en plena campaña por el TLC, un expresidente mercadeaba la idea de que
con la apertura “todos podríamos tener un Mercedes Benz”. La realidad fue otra:
Los Mercedes llegaron, sí, pero para unos pocos, mientras en los barrios más
pobres lo que apareció fue la tentación del narco como “empleador” alternativo.
El
deterioro también es cultural. El debilitamiento de valores, junto con una
interpretación torcida de los derechos humanos, nos llevó a confundir libertad
con libertinaje. Hoy, quienes violentan la ley son defendidos con más
vehemencia que las víctimas, y la sociedad termina premiando la impunidad en
lugar de proteger a los inocentes.
Por
último, un sistema judicial lento, desfasado y permisivo consolidó la tormenta
perfecta. La percepción ciudadana de que “delinquir sale barato” no es
gratuita: responde a procesos interminables, leyes que no se ajustan a la
realidad y resoluciones que en muchos casos liberan más que castigan.
Lo cierto
es que la inseguridad costarricense no es un accidente del presente. Es una
siembra de décadas de indiferencia, falsas promesas y debilidad institucional.
Ahora cosechamos un país en el que la paz dejó de ser un orgullo y se convirtió
en un recuerdo en disputa.
Si seguimos justificando, callando y tolerando, el
crimen no solo seguirá gobernando nuestras calles: terminará gobernando
nuestras vidas.
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