LA VOZ DE GOICOECHEA (Por Nabil Mouaffak, columnista).- Cuando escuchamos la palabra corrupción, nuestra mente suele dibujar imágenes de maletines llenos de dinero, trajes oscuros, negociaciones turbias y titulares escandalosos. Sin embargo, en la vida real, la corrupción muchas veces no lleva traje ni hace ruido. Es discreta. Se esconde en correos no enviados, licitaciones mal dirigidas, silencios prolongados, ascensos inexplicables, favores disfrazados de méritos y presupuestos públicos diluidos en decisiones "administrativas".
La
corrupción en la función pública no siempre aparece en grandes titulares.
Muchas veces opera en lo cotidiano: en la designación de una plaza sin
concurso, en la contratación de un proveedor que “casualmente” es familiar de
alguien del comité, en el desvío de recursos para cubrir gastos que no
corresponden, y a veces hasta en cobros a funcionarios del instituto por
nombrarles en alguna u otra plaza vacante. Actos que, aunque puedan parecer
menores o justificados, van tejiendo un manto de impunidad que debilita la
confianza en las instituciones.
Lo más
peligroso es que, con el tiempo, esta corrupción deja de verse. Se normaliza.
Se convierte en parte de la cultura organizacional. La frase “aquí siempre se
ha hecho así” se transforma en escudo para prácticas que, si se nombraran por
lo que son, provocarían indignación. Pero el silencio y la costumbre son
aliados poderosos.
¿Quién
vigila, entonces, a quienes se desvían del deber público? ¿Dónde quedan los
valores que deberían sostener el servicio a la ciudadanía? ¿Qué ocurre cuando
el corrupto no es un desconocido, sino tu compañero de oficina, tu jefe, tu
colega de años?
Cuando la
corrupción no se visibiliza, comienza a desdibujarse también la ética del
funcionario. Las personas dejan de ver lo público como un bien común y
comienzan a entenderlo como un botín al cual tienen derecho por el simple hecho
de estar dentro del sistema. Lo público se privatiza desde adentro, y todos
pierden: pierde la institución, pierde el país, pierde el pueblo.
Pero, ¿Cómo se llega a este punto? ¿Es solo una suma de decisiones personales o hay
estructuras que facilitan —y hasta fomentan— este tipo de conductas?
Mañana,
en la segunda entrega: La red que nadie quiere ver.
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