LA VOZ DE GOICOECHEA (Por Silvia García).- La esquina de Avenida 7 y Calle 21-23, en el corazón del Barrio Aranjuez en San José, no es solo un conjunto de edificios; es un monumento a la transformación social y urbana de Costa Rica. Sus paredes centenarias han escuchado rezos, risas de niños huérfanos y, hoy, el bullicio de la vida universitaria.
1. Los cimientos de caridad y fe
Los cimientos de este lugar fueron puestos a finales del siglo XIX por la fe y la caridad. El Hospicio de Huérfanos de San José, apoyado por figuras como el Obispo Bernardo Augusto Thiel y el presidente Bernardo Soto Alfaro, se erigió como un refugio vital. La Escuela Virgen Poderosa y la presencia de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl dotaron a este enorme caserón de un alma.
Para muchos que pasaron por ahí, el ambiente era austero pero protector. Las monjas no solo proveían educación formal y alimento; ofrecían la estructura y la esperanza que aquellos niños, huérfanos o en riesgo social, necesitaban. Este capítulo fundacional es un testimonio invaluable del papel de la Iglesia y las órdenes religiosas en el desarrollo de la educación y el bienestar social en una Costa Rica en formación.
2. El silencio del abandono
Como sucede con muchos edificios históricos que pierden su propósito original, este complejo inevitablemente enfrentó un período de olvido y deterioro. El gran edificio, que había sido el hogar y la escuela de cientos de niños, quedó vacío. Un silencio profundo reemplazó las campanas y las voces.
Esta etapa de abandono no solo fue una pérdida estética para el barrio; fue un símbolo de la fragilidad de la memoria histórica. Un inmueble diseñado para servir a la infancia más vulnerable se convirtió en un fantasma arquitectónico, un recordatorio de que incluso las instituciones más nobles pueden ceder ante el paso del tiempo y los cambios sociales. Es en este punto que la comunidad y el patrimonio cultural pierden una parte de su identidad.
3. La UIA: El tercer acto del edificio
Afortunadamente, la historia de este lugar no terminó en ruinas. La llegada de la Universidad Internacional de las Américas (UIA) marcó su tercer y actual acto. La decisión de una universidad privada de restaurar y reutilizar esta infraestructura es un brillante ejemplo de preservación adaptativa.
La UIA no solo rescató un edificio; le dio una nueva vida que, curiosamente, se conecta con su origen: la educación. Las mismas aulas que alguna vez formaron a niños en situación de vulnerabilidad, hoy forman profesionales para el futuro. La antigua capilla, los dormitorios y los patios se transformaron en espacios de estudio, debate y modernidad.
Esta transformación es la mejor nota de opinión que podemos tener sobre el lugar:
Es un triunfo del patrimonio sobre la demolición.
Es un puente entre el pasado y el futuro, donde la historia se respeta sin obstaculizar el progreso.
Es una lección de que los edificios con carácter pueden, y deben, evolucionar con las necesidades de la sociedad.
Al caminar hoy por los pasillos que fueron la Escuela Virgen Poderosa, recordamos las voces de la caridad y celebramos las voces del conocimiento que resuenan ahora. Es la prueba de que un gran muro, al igual que una gran nación, puede reinventarse sin borrar su historia.
Los cimientos de este lugar fueron puestos a finales del siglo XIX por la fe y la caridad. El Hospicio de Huérfanos de San José, apoyado por figuras como el Obispo Bernardo Augusto Thiel y el presidente Bernardo Soto Alfaro, se erigió como un refugio vital. La Escuela Virgen Poderosa y la presencia de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl dotaron a este enorme caserón de un alma.
Para muchos que pasaron por ahí, el ambiente era austero pero protector. Las monjas no solo proveían educación formal y alimento; ofrecían la estructura y la esperanza que aquellos niños, huérfanos o en riesgo social, necesitaban. Este capítulo fundacional es un testimonio invaluable del papel de la Iglesia y las órdenes religiosas en el desarrollo de la educación y el bienestar social en una Costa Rica en formación.
2. El silencio del abandono
Como sucede con muchos edificios históricos que pierden su propósito original, este complejo inevitablemente enfrentó un período de olvido y deterioro. El gran edificio, que había sido el hogar y la escuela de cientos de niños, quedó vacío. Un silencio profundo reemplazó las campanas y las voces.
Esta etapa de abandono no solo fue una pérdida estética para el barrio; fue un símbolo de la fragilidad de la memoria histórica. Un inmueble diseñado para servir a la infancia más vulnerable se convirtió en un fantasma arquitectónico, un recordatorio de que incluso las instituciones más nobles pueden ceder ante el paso del tiempo y los cambios sociales. Es en este punto que la comunidad y el patrimonio cultural pierden una parte de su identidad.
3. La UIA: El tercer acto del edificio
Afortunadamente, la historia de este lugar no terminó en ruinas. La llegada de la Universidad Internacional de las Américas (UIA) marcó su tercer y actual acto. La decisión de una universidad privada de restaurar y reutilizar esta infraestructura es un brillante ejemplo de preservación adaptativa.
La UIA no solo rescató un edificio; le dio una nueva vida que, curiosamente, se conecta con su origen: la educación. Las mismas aulas que alguna vez formaron a niños en situación de vulnerabilidad, hoy forman profesionales para el futuro. La antigua capilla, los dormitorios y los patios se transformaron en espacios de estudio, debate y modernidad.
Esta transformación es la mejor nota de opinión que podemos tener sobre el lugar:
Es un triunfo del patrimonio sobre la demolición.
Es un puente entre el pasado y el futuro, donde la historia se respeta sin obstaculizar el progreso.
Es una lección de que los edificios con carácter pueden, y deben, evolucionar con las necesidades de la sociedad.
Al caminar hoy por los pasillos que fueron la Escuela Virgen Poderosa, recordamos las voces de la caridad y celebramos las voces del conocimiento que resuenan ahora. Es la prueba de que un gran muro, al igual que una gran nación, puede reinventarse sin borrar su historia.
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