LA VOZ DE GOICOECHEA (Por Redacción).- En tiempos donde la desconfianza ciudadana hacia la política crece como maleza en terreno descuidado, urge volver la mirada hacia dos principios que deberían ser sagrados en toda función pública: la honestidad y la transparencia.
Un funcionario
público, lejos de ser un simple administrador temporal de recursos o
decisiones, es el depositario de la confianza del pueblo. Su deber no es solo
legal, sino profundamente ético. Cuando una persona asume un cargo público, se
convierte en custodio de bienes que no le pertenecen y en representante de
intereses que van más allá de los suyos. Por eso, actuar con rectitud no es una
opción, es una obligación.
La honestidad
es, en esencia, coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. No se trata
solo de evitar robar o mentir —aunque eso sería un mínimo indispensable—, sino
de actuar con integridad incluso cuando nadie está mirando. La transparencia,
por su parte, es la luz que impide que crezca la sombra de la sospecha. Un
funcionario transparente no tiene nada que ocultar, porque comprende que su
gestión debe ser visible, auditable y clara.
Cuando estos
valores se diluyen, el daño va más allá del escándalo momentáneo: se erosiona
el tejido de la democracia, se mina la confianza en las instituciones y se deja
al ciudadano con la amarga sensación de que “todos son iguales”, que “no hay a
quién creerle”. Esa desesperanza es peligrosa, porque abre la puerta a
discursos populistas, autoritarios o antisistema, que prometen soluciones
fáciles a problemas complejos.
En Costa Rica,
como en muchos otros países, hemos sido testigos de casos que avergüenzan y
decepcionan: licitaciones amañadas, uso indebido de recursos, favores entre
amigos, puertas giratorias entre lo público y lo privado. Pero también hemos
visto ejemplos dignos de reconocimiento: funcionarios que han renunciado ante
conflictos de interés, servidores que han denunciado irregularidades desde
dentro, líderes que han sometido su gestión al escrutinio sin escudarse en el
poder.
La ciudadanía no
espera santos ni mártires, pero sí exige decencia. La ética en la función
pública no puede ser un adorno de campaña ni una frase para decorar discursos.
Debe ser una práctica cotidiana, firme y sin dobleces. Que un funcionario sea
honesto no debería ser una excepción que se celebra con asombro, sino la regla
con la que se mida a todo servidor del Estado.
Como sociedad,
debemos premiar la transparencia, castigar la opacidad, y recordar que el poder
público, lejos de ser un privilegio, es un servicio. Uno que solo puede
ejercerse con la frente en alto y las manos limpias.
Porque sin
honestidad ni transparencia, la política deja de ser un instrumento de progreso
y se convierte en un terreno fértil para la corrupción. Y eso, simplemente, no
podemos permitirlo.
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