LA VOZ DE GOICOECHEA (Por Milton Madriz Cedeño, Politólogo).- El lawfare (Guerra jurídica) no es una consigna, es un método. Consiste en torcer la legalidad para producir un resultado político con apariencia de neutralidad técnica. Se ejecuta con togas, dictámenes y solemnidades, pero su objetivo es simple, desgastar al adversario, vaciarle la agenda y, si es posible, inhabilitarlo. Costa Rica ofrece hoy un caso de estudio. No estamos ante investigaciones ordinarias, estamos ante lawfare cuando distintos aparatos se activan en secuencia y con precisión de relojería, en momentos de alta sensibilidad electoral, para rodear al Ejecutivo desde la Fiscalía, la Corte, la Asamblea, la Contraloría y, ahora, el Tribunal Supremo de Elecciones.
El libreto se consolidó
con la acusación por presunto financiamiento electoral ilícito de la campaña
2022. Investigar siempre es legítimo, lo cuestionable es el timing y la
elasticidad de los cargos, filtrados en clave de espectáculo para maximizar el
daño reputacional antes de cualquier juicio. Ese episodio, difundido en junio,
involucró al Presidente y a colaboradores de alto rango, y fue amplificado como
veredicto moral antes de que existiera una sentencia judicial. Eso es lawfare.
La escena siguiente
subió de tono cuando la Corte Suprema pidió a la Asamblea levantar el fuero
presidencial, en un hecho sin precedentes, con el caso vinculado al BCIE. El
gesto era más político que jurídico, porque terminó en el Congreso sin alcanzar
los 38 votos. El resultado formal fue un “no”, el resultado práctico fue horas
de erosión simbólica y una presidencia gobernando entre solicitudes y
titulares. Eso también es lawfare, la sanción por desgaste aun cuando el
trámite fracasa.
El acto más reciente
expone la naturaleza del fenómeno, el Tribunal Supremo de Elecciones solicita a
la Asamblea retirar la inmunidad del presidente por supuesta beligerancia
política, agrupando quince de veinticuatro denuncias. La figura es notoriamente
lábil, permite perseguir conductas discursivas y administrativas en plena
contienda, y abre la puerta a sanciones como inhabilitación o incluso
destitución. Cuando el árbitro electoral abandona la mesura y toma el centro
del escenario, el juego deja de parecer juego. Eso, en ciencia política, es
manual de lawfare.
Los defensores de esta
secuencia repetirán el mantra del “imperio de la ley”. La teoría institucional
exige, sin embargo, distinguir entre control legítimo y lawfare. Hay lawfare
cuando se acumulan frentes procesales en cascada, cuando la acusación ocupa el
lugar del veredicto en la conversación pública, cuando la inmunidad se trata
como capricho personal y no como garantía funcional para que un presidente
gobierne sin ser destrabado por la coyuntura, cuando los pedidos de desafuero
se vuelven periódicos, cuando el árbitro electoral opera como actor político y
no como custodio de reglas. Eso es exactamente lo que estamos observando.
Conviene recordar algo
elemental. Investigar no es condenar y el fuero no es impunidad, es un valladar
constitucional contra el acoso táctico. El lawfare prospera cuando confundimos
estos planos y aplaudimos la “fortaleza” de las instituciones porque emiten más
oficios y más comunicados. La fortaleza del Estado de derecho no se mide por el
volumen del ruido, se mide por el rigor probatorio, la proporcionalidad y el
respeto a la función democrática del Ejecutivo. Cuando esos criterios ceden
ante la conveniencia del momento, lo que queda no es justicia, es dramaturgia
con ropajes legales.
No se trata de canonizar
a nadie. Se trata de preservar una línea roja civilizatoria, que el derecho no
sea arma de proscripción contra proyectos electos por mayorías. Si la política
se decide en expedientes y no en urnas, la República cambia de manos, del
ciudadano al aparato. El episodio del TSE, sumado a la ofensiva previa de
Fiscalía, Corte y Asamblea, confirma un patrón que todo demócrata debería
reconocer por su nombre, lawfare. Y el lawfare no se derrota con silencio
culpable ni con devoción a las formas mientras se normaliza el fondo. Se
derrota defendiendo el debido proceso, la presunción de inocencia y el
principio de funcionalidad del fuero, y exigiendo a cada órgano de control que
recuerde su papel, custodiar reglas, no coronar reemplazos.
Que cada quien elija su
bando. Yo elijo la República de las urnas y de los hechos, no la de las
inquisiciones con membrete. Si al final del día habrá veredicto, que sea por la
obra de gobierno. Lo demás es lawfare con incienso.
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